En Chile, el Estado financia la educación del casi 93% de la población escolar a través de un sistema competitivo de vales. Hay un importe fijo para cada alumno matriculado pagado de la misma forma a todas las escuelas, públicas y privadas, incluido las religiosas, con y sin ánimo de lucro. 

Las familias pueden elegir libremente la escuela para sus hijos sin restricciones geográficas. Sin embargo, las escuelas privadas no tienen obligación de aceptar a todos los solicitantes y pueden cobrar a las familias gastos adicionales.

Esta organización, creada por la dictadura de Pinochet en 1980, pretendía con un espíritu económico neoliberal, crear competencia entre las escuelas con la esperanza de que mejorará la calidad global del sistema (Cristián Bellei, 2019).

Hoy en día, la mayoría de los estudiantes chilenos están matriculados en escuelas públicas  subvencionadas; las que están más desarrolladas son con fines de lucro, mientras que la educación pública se ha debilitado considerablemente (la matrícula nacional cayó del 90% al 40% en 2019) (ibid).

Sin embargo, parece que esa competencia no se tradujo en una mejora de la calidad de la enseñanza. Por ejemplo, las tasas de abandono y repetición parecen aumentar en los lugares donde la competencia es mayor, existe una fuerte segregación socioeconómica en las escuelas, unas desigualdades en el rendimiento educativo y una aplicación generalizada de prácticas discriminatorias contra algunos alumnos y sus familias (Bellei C. Contreras M, Canales et Orellanava, 2018).

Chile: entre la educación privada y el progresismo social

© José Manuel Infante

Entre 2001 y 2011 tuvieron lugar en Chile numerosas movilizaciones de estudiantes para criticar y luchar contra la privatización de la educación. Ese importante conflicto social fue protagonizado por estudiantes, pero también por alumnos de secundaria. Al principio, sus demandas eran principalmente materiales. Exigían transporte escolar gratuito y acceso gratuito al examen de acceso a la universidad (PSU).  Esas reivindicaciones se extendieron poco a poco a la denuncia y al cuestionamiento del sistema educativo en su globalidad, al considerarse como muy desigual. (Ponce, 2012)

En 2006, el movimiento de protesta entró en una segunda fase con manifestaciones más violentas que incluían no sólo huelgas, sino también ocupaciones de escuelas. Miles de estudiantes salieron a la calle y exigieron la derogación de la ley LOCE (Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza: deber del estado de garantizar las bases de los niveles educativos, el reconocimiento oficial de las instituciones educativas a todos los niveles.), así como el fin de la municipalización (el control de las escuelas por parte de cada ayuntamiento) y la vuelta a la gestión estatal de la educación. 

El movimiento fue perdiendo fuerza y se firmó un acuerdo que permitió poner fin al conflicto. La ley LOCE fue sustituida por la ley LGE (Ley General de Educación), pero no se adoptó el fin de la municipalización.

En 2011, miles de estudiantes volvieron a las calles y ocuparon universidades e institutos. Cuestionaron el modelo de educación dejado en manos del mercado, denunciando la continuidad neoliberal de la LGE. (Ponce, 2012)

Hoy en día, parece que la opinión pública todavía está a favor de una forma pública del sistema educativo (Couffignal, 2011). El artículo 36 de la propuesta de nueva Constitución de septiembre de 2022, en su capítulo sobre derechos fundamentales, hace referencia directa al papel fundamental de la educación pública a través de elementos que definen un estado más activo y articulador de un sistema educativo público. Chile se enfrenta ahora a un desafío más global, tras el rechazo de la propuesta de texto para la nueva Constitución, el país todavía está dividido entre el legado de Pinochet y el progresismo social.

Léa Mefort y Manon Lestrat

Léa Mefort y Manon Lestrat

Estudiantes de tercer año en Sciences Po Grenoble

Bajo la dirección de Sonia Berrakama, profesora de español en Sciences PO Grenoble