Sacadora de Viche, vigilando el proceso de destilación en su Sacatin © Álvaro Tobón Trujillo
A la salida del sol me encontré ayudando a acomodar varias cajas de medicamentos y dispositivos médicos, sales de rehidratación oral y un par de toneladas de líquidos endovenosos en la bodega de carga de un avión C 212, pequeño transporte militar de fabricación española perteneciente a la Fuerza Aérea Colombiana que nos llevaría a Guapí, en mi primer contacto con ese bello, salvaje y mágico rincón de Colombia.
Algunas cajas con antibióticos ocupaban el pasillo entre los asientos de la cabina de pasajeros, donde una docena de profesionales de la salud tuvimos un briefing con la Dra. Ninfa Sarmiento, epidemióloga jefe en ese entonces, durante los 25 minutos que duró el vuelo. Nos informó que ya estaba identificada la cepa del Vibrio cholerae responsable de la epidemia de Cólera que estábamos enfrentando, y me dio personalmente instrucciones para que dirigiera el equipo destinado al Rio Saija, en cuya parte alta se estaban presentando los primeros casos, entre la población de la etnia Eperara Siapidara, con varias muertes que lamentar.
Los 35 grados Celsius que encontramos al bajar del avión a las 9 de la mañana, con una humedad del 95%, eran fiel muestra del clima típico de esta región del Departamento, y en general del llamado Andén Pacífico.
El Pacífico caucano está atravesado por varios ríos principales: el Naya en la frontera con el departamento del Valle, el Micay, Saija, Timbiquí y el Guapi. Además varios ríos menores, todos ellos cortos y caudalosos, que traen el agua de las muy abundantes lluvias del andén Pacífico, esa franja de selva tropical húmeda de alrededor de un centenar de kilómetros de ancho que se extiende entre el piedemonte de la rama occidental de la cordillera de los Andes y el océano Pacífico. En la parte del Departamento del Cauca no hay posibilidad de llegar por tierra a los centros poblados situados a lo largo de los cursos de los ríos, a pesar de que la distancia no es muy grande. Se llega a Guapi y a Timbiquí por aire en pequeños aviones. A López de Micay, la otra cabecera municipal, por lanchas rápidas o pequeños buques de cabotaje que parten de Buenaventura, el puerto marítimo del Departamento del Valle, en agotadoras jornadas de muchas horas. De resto las vías de comunicación son el mar, los ríos y los esteros: estrechos canales que comunican unos ríos con otros.
Una vez descargado el avión, nos dirigimos a un muelle sobre el rio Guapi, de donde partimos en una lancha rápida de 20 pies de eslora, recorriendo unos 8 kilómetros rio abajo, y una vez en el mar, tomamos rumbo hacia el norte, durante casi cuatro horas, en busca de la Punta del Coco, en la desembocadura del rio Micay, con el objetivo de distribuir los suministros en los diferentes puestos de atención a mi cargo: en la parte baja del rio Micay y en toda la longitud del Rio Saija, siendo el Centro de Salud de Puerto Saija mi base de operaciones. Esa tarea nos tomó todo el día, y ya entrada la noche arribamos por fin a Puerto Saija, un poblado en la orilla del rio, de unos 800 habitantes, todos descendientes de los esclavos llegados a la zona en los siglos XVII a XIX, posteriormente libertos, y de algunos cimarrones o palenqueros que huyendo de la esclavitud, encontraron en esos parajes un ambiente muy similar al de sus orígenes en África. El poblado cuenta con un muelle en hormigón con capacidad para recibir barcos de cabotaje de hasta unas 300 toneladas, que tienen que navegar rio arriba varios kilómetros. Unas escaleras también en hormigón conducen a las casas situadas en unas lomas suaves donde se asienta la mayoría de la población. Fui conducido inicialmente hasta el convento de las hermanas misioneras de María Auxiliadora, al lado del cual se encontraba una casa para visitantes en la cual me alojaría. No se cuenta con luz eléctrica, y el agua se obtiene por recolección de las aguas de lluvia a través de canales y tuberías que la conducen a tanques desde los techos, o de una quebrada que desemboca en el rio. Una vez acomodados mis bártulos en la habitación asignada, comencé a sentir las consecuencias de haber olvidado incluir un bloqueador solar en mi mochila de campo, expuesto al sol todo el día, me gané quemaduras de primer grado en cara, cuello, brazos y antebrazos, que hicieron que algunas de las personas con las que me relacioné en los primeros días se refirieran a mi como “el colorado”. A pesar del calor y la humedad, y protegido por el toldillo “envenenado” que me protegió de la malaria durante los meses que permanecí en la región, logré conciliar el sueño, hasta que a la madrugada siguiente, el viento me trajo las voces de las monjas misioneras en su primera oración del día.
Más tarde, cuando estaba ocupado en poner en orden el consultorio médico y el depósito de medicamentos del Centro de Salud donde tendría mi base de operaciones, me interrumpió Sor Teresa, quien además era la Auxiliar de Enfermería en dicho Centro de Salud; por el correo de la selva había llegado un mensaje urgente:
– “Hay varios casos de cólera en la Calle Santa Rosa, parece que ya hay muertos…”me comunicó con evidente preocupación en su rostro.
La localidad conocida como Calle Santa Rosa, en la orilla sur del rio Saija, es uno de los sitios de paso para las comunidades seminómadas Eperara Siapidara, a unos cuantos kilómetros de donde estábamos, y nos tomó un buen rato en la lancha “motor” para llegar al sitio. Esa fue la ocasión en la que tuve mi primer contacto con los Eperara Siapidara, etnia de la cual hasta el día anterior no tenía conocimiento, y también mi primer encuentro con la realidad del Cólera, enfermedad de la que solo conocía lo que describen los libros de texto.
Tan pronto pusimos pie en el desembarcadero todas las mujeres de la comunidad corrieron a cubrir con camisetas sus torsos hasta entonces desnudos, cosa que hacían cada vez que llegaban embarcaciones con gente “de fuera”. Pronto me di cuenta de que había muchas diferencias de esta etnia con aquellas con las que me había familiarizado en las alturas de los Andes: los Misak, Nasa y Totoroes. Tan diferentes como diferentes son los territorios en los que habitan.
También me fue evidente que me encontraba ante una barrera idiomática importante, pues muy pocos miembros de la comunidad hablan algo de español, y eso con muchas dificultades.
Mujeres recolectando bayas en el borde de la selva © Álvaro Tobón Trujillo
Sin embargo, tan pronto escucharon las palabras “médico”, “medicinas” nos indicaron – con el lenguaje universal de “señas” – que nos dirigiéramos a un tambo en especial, apartado del claro en que se encontraban el embarcadero y la “Casa Grande” donde se reunían, al borde de la selva. Allí encontré a Yolanda, una promotora de salud de la región, descendiente de los cimarrones que en los siglos pasados se habían asentado en la región, y que tenía experiencia y buena comunicación los Eperara:
– “Ayer llegó un grupo de indios en una lancha desde Bocas de Pátia en la parte alta del rio, y en la noche cinco de ellos empezaron con una fuerte diarrea y muchos vómitos. A todos les dí suero oral, pero a dos de ellos no les obró por el vómito, y ya uno murió hoy amaneciendo” me dijo con el hablar rápido y acento golpeado propio de los pobladores afro al cual tendría que acostumbrarme.
Inmediatamente pedí a Cecilio – el motorista de la lancha que me transportaba – que desembarcara una de las cajas con medicamentos, y con la única protección de unos guantes de latex, subí el madero con muescas que utilizan a modo de escalera para ingresar en el tambo.
El Tambo, tipo de vivienda muy usada en la región, con piso
elevado y techo en hojas de palma © Álvaro Tobón Trujillo
Allí enfrenté la realidad del Cólera que no se describe en los libros: sentí un golpe en el rostro por un vaho de intenso olor, como si hubiera entrado en un depósito de pescado en descomposición, olor sui generis de las deposiciones provocadas por la enfermedad. El piso estaba contaminado por vómito y materia fecal con el aspecto ese sí descrito en los libros. A un lado tres de los enfermos en los cuales Yolanda había logrado detener la deshidratación gracias al suero de rehidratación oral. Al otro lado una mujer sumida en la deshidratación extrema, con el dolor de los calambres musculares generados por falta de potasio reflejado en su rostro colapsado.
Si no lograba reponer los líquidos en su cuerpo rápidamente, su muerte vendría en cuestión de minutos. Con gran alivio logré introducir un catéter en una de las venas del pliegue del brazo, y a través de él forzar el paso a chorro del primer litro de lactato de Ringer, apretando con fuerza la bolsa en que venía contenido, y lo mismo con un segundo litro del líquido, con lo cual la paciente, tras varios minutos, volvió a la vida, recuperó la consciencia, y se mostró aliviada de los calambres abdominales que la atormentaban; finalmente dispuse otra bolsa de líquidos endovenosos para pasar a goteo rápido, y pasé a evaluar a los demás enfermos.
Entregué a Yolanda una caja llena insumos y antibióticos específicos y le di las instrucciones para su utilización. Para consternación de Cecilio y su probero, decidí que nos quedaríamos hasta el otro día en ese sitio, pues quería observar la evolución de mis primeros pacientes afectados por cólera, y hacía falta organizar los procesos de limpieza, eliminación de desechos contaminados, e instrucciones en medidas de higiene y bioseguridad para Yolanda y los miembros de la comunidad.
En la noche realicé rondas para hacer seguimiento a los pacientes ya en curso de recuperación, y entre ellas, a la luz de un mechón de estopa en el que ardía un fuego del que se desprendía un espeso humo – que mantenía a los mosquitos alejados – inicié una conversación con Fernando Castaño, un antropólogo cubano que trabajaba para una misión de la Unión Europea que en esos días desarrollaba algunos proyectos en el área, quien al enterarse de la presencia del cólera en esa comunidad se hizo presente, con el fin de observar los ritos funerarios en la comunidad, ritos en los que lamentablemente yo tuve que interferir para evitar que el cadáver se convirtiera en foco de nuevos contagios.
A diferencia de los Misak, los Eperara guardan una distancia grande con las religiones cristianas, y con las misiones evangelizadoras. A partir de entonces Fernando fue mi guía para empezar a comprender a la etnia Eperara siapidara, y a las comunidades afro de la región. Con tono de un tanto académico en un principio, me habló de este pueblo:
– Su nombre proviene de la lengua que hablan: Sia pedée, o Pede, que pertenece a la familia lingüística de los Chocó; Epera significa persona y Eperara, personas. Son las gentes que hablan Sia Pedée, el lenguaje de la caña brava. Es un pueblo del grupo de los Emberá, que comprenden los Katío, Chamí, Dodiba, y Eperara Siapidara; en los tiempos prehispánicos compartían el espacio y varios rasgos y características culturales, la lengua, la cosmovisión.
– Su cosmovisión contempla dos grandes categorías: la del mundo físico – Tachi enja – donde vivimos los hombres, y el mundo del Jai (espíritus o sombras) donde en el cielo -Pa ja- reina Tachi Ak’ore (Nuestro Padre), ente creador del universo, y debajo de la tierra – Antanamora enja – donde viven los Tapanos, espíritus de carácter ambiguo, a veces maligno”
Mientras escuchaba a Fernando, nos trajeron una batea con la cena, consistente en lo que me parecieron unos camarones asados al fuego, y unos trozos de papachina, tubérculo muy utilizado en la alimentación de la zona. Fernando me observaba con cuidado cuando masticaba los “camarones”, y me preguntó como me parecieron; le respondí que estaban sabrosos, y que me gustaba el toque de aceite de coco que tenían.
“No son camarones – me dijo entre risas contenidas– sino Gualpa, o Mojojoy. Son larvas del escarabajo picudo, y lo sacan de los tallos de ciertas palmas silvestres. Se consideran “delicatessen” entre los indios. Bienvenido al mundo de los comedores de gusanos”. Le agradecí que me diera esta información después de terminada la comida, y a decir verdad, no estaban tan mal las Gualpa.
Luego me explicó que aquella mujer a la que encontré al borde de la muerte, y que para sorpresa de todos horas más tarde llegó a la Casa Grande por su propio pie, aunque todavía con su vena canalizada y recibiendo líquidos endovenosos, para participar con su gente en la despedida del difunto, es una de las llamadas Tachi Nawe (nuestra madre), de las cuales hay cinco en toda la comunidad Eperara, quienes ejercen la autoridad en lo político y lo espiritual, al lado de los Tachi A’kore (nuestro padre) con la asistencia de los Jaipanas (médicos ancestrales) según la Ley de Origen, a lo largo y ancho de los territorios en los que habita esta comunidad. Su autoridad llega incluso hasta los que se han asentado en la provincia de Esmeraldas, en el Ecuador. El que había muerto unas horas antes de nuestra llegada era uno de los Cabecillas, personas de la comunidad encargadas de la comunicación con la Tachi Nawe y de la organización de actividades y celebraciones.
Después de la ronda de la medianoche, Fernando fue hasta su lancha en el amarradero, y volvió con una botella en cuyo interior se veía un líquido cristalino.
-“Déjeme ahora introducirlo al mundo del Viche, que aunque algunos lo confunden con el chirrincho de los terrenos altos, no es igual…” Me dijo mientras escanciaba un poco en un vaso de plástico y me lo ofrecía.
-“Entre los libres (afrodescendientes) hay algunas familias en las que las mujeres aprenden el arte de la destilación del Viche, que aunque aún es clandestina ya no es tan perseguida como lo fue hasta hace unos años. Este rio Saija es conocido en todo el Pacífico como “la mata del Viche” por la cantidad, pero sobre todo la calidad de su producción. A orillas del rio hay sembradíos dispersos de caña, la de aquí es la llamada caña amarilla, pero también hay otras variedades. La caña se muele en trapiches artesanales llamados matacuatro, o de cuatro brazos, y esa melaza se conserva en recipientes embreados con cera de abejas para su fermentación. Una vez convertido en Guarapo se lleva al sacatín donde mediante unos dispositivos artesanales se encargan de la destilación y envasado.”
Traté de disimular mis sensaciones y reacción al pasar por mi paladar y garganta un licor con altísima graduación alcohólica, que hizo que brotaran unas lágrimas furtivas, a lo que Fernando, con cierta sorna, me dijo:
-“es bueno que se vaya acostumbrando, si quiere de veras vivir lo que es el Pacífico. Hay mucho que aprender de la importancia que tiene el Viche en la medicina tradicional de esta zona, y todo lo que significa en este mundo donde no todo es lo que parece. Uno de estos días lo llevaré a un Sacatin, y si se dan las cosas, verá como esta es la base de toda una farmacología de la selva”.
Varias rondas a los enfermos, y varios decilitros de Viche más tarde, al amanecer, vimos como se acercaba un potrillo con dos personas a bordo. Uno de ellos era Gerónimo Chiripúa, quien se dirigió al tambo donde estaba el improvisado pabellón del cólera, habló un rato en su idioma con la Tachi Nawe. Se dirigió hacia mí e inesperadamente me abrazó y repetía unas palabras, que según Fernando eran de agradecimiento. Era uno de los hijos de la tachi nawe, y él mismo un pildesero, o dap-ato, persona que “ve” las enfermedades en el mundo espiritual a través de los ritos del Pildé, extracto de algunos bejucos de la selva, íntimamente relacionado con el yagé o ayahuasca de las culturas indígenas de la amazonía y orinoquía.
Para el desayuno fui obsequiado con un “Tapao”, un rico caldo de pescado con el agregado de carne de Jaiba y Caparazón, que me devolvió el alma al cuerpo. Noté como el acompañante de Gerónimo le entregaba a Fernando un frasco de cristal, con algo de color amarillo en su interior. Tan evidente era mi curiosidad que Fernando me llamó aparte, y me mostró lo que tenía en ese recipiente: una pequeña rana, de no más de tres centímetros, grandes ojos negros, y piel de un amarillo dorado intenso y muy brillante.
-“Esta pequeña belleza tiene el poder de matar a un hombre con el sudor de su espalda- me dijo mientras pasaba sus dedos por la parte del frasco donde se encontraba el batracio.
“Es un lindo ejemplar de Philobates terribilis, que al ser sometida a estrés exuda un líquido especialmente en la región del dorso, compuesto principalmente por batracotoxina, una sustancia con efectos neurotóxicos, que produce una liberación masiva de acetilcolina en la placa neuromuscular, y con ello una contracción, que finalmente lleva a parálisis respiratoria y a la muerte. La dosis letal para un humano adulto es de 200 microgramos, y esta especie produce hasta 500 microgramos cada vez. La llaman rana dardo dorado o muerte dorada. En algunos lugares la usan para envenenar dardos, aunque en esta parte de la selva esa práctica se ha abandonado, en parte porque cada vez es más difícil encontrar individuos de esta especie.”
Philobates terribilis, o rana dardo dorada, produce una de
las toxinas animales más activas © Álvaro Tobón Trujillo
¿Es esta la que llaman rana Cocoi?, pregunté, recordando alguna de las clases de toxicología en la facultad de medicina.
-“No, las Cocoi son del mismo tamaño y también tienen su veneno, pero son de otra especie, llamada Oophaga histriónica, también conocida como rana Arlequín venenosa. También son de colores muy vivos y brillantes, pero con un patrón diferente del que viene su nombre. El veneno -la histrionicotoxina- tiene un mecanismo diferente, pues su acción bloquea los receptores nicotínicos. Solo son peligrosas para animales pequeños, la dosis letal para un ser humano requeriría el veneno de varias docenas de ranas, por eso no se utilizan para envenenar dardos. Son más fáciles de encontrar, y por eso su valor es menor”
¿Su valor? – pregunté – ¿para eso es que las compra a los habitantes de la selva, para venderlas?
-“Si. Un gringo en Buenaventura me paga muy bien por las Philobates, y no tan bien por las Cocoi. Hay varios laboratorios farmacéuticos haciendo investigación con esas toxinas para el desarrollo de medicamentos sobre todo en anestesiología, y también para aplicaciones en cardiología y oncología. El único problema es que las ranas deben llegar vivas, y máximo siete días después de atrapadas, porque el veneno no lo producen ellas, sino que lo extraen de unos insectos de los que se alimentan; pasado un tiempo no se encuentran las toxinas en su exudado.”
Rana Cocoi, también conocida como rana arlequín
(Oophaga histriónica) © Álvaro Tobón Trujillo
Fernando se fue en su lancha a media mañana, invitándome a conversar en Puerto Saija, donde él también tiene su campamento principal, con un grupo de profesionales que desarrollan proyectos productivos financiados por un Convenio con la Unión Europea, campamento que en adelante visitaría diariamente, no solo porque en él tenía contratada mi alimentación mientras me encontrara en la población, sino porque allí obtenía muchísima información por parte de los miembros del equipo, y apoyo para mis desplazamientos a lo largo de los ríos que debía recorrer para controlar la epidemia.
Unas horas más tarde yo también tome rumbo al puerto, después de asegurarme que los pacientes estaban fuera de peligro, que todos los desechos y elementos contaminados hubieran sido adecuadamente desechados, y de reunir a la comunidad en la Te waibia – la casa grande- para darles a conocer la manera en que se transmite el cólera y las medidas de higiene y bioseguridad que se deben tomar para evitar el contagio.
En el trayecto de regreso, a bordo de la lancha rio arriba, tuve al fin tiempo de reflexionar sobre los sucesos de las últimas 48 horas, cuando pasé del frio del páramo al asfixiante calor de la selva, me enfrenté a una enfermedad de la cual pensaba que era algo del pasado medioeval, conocí y probé el Viche y comprendí que allí hay todo un principio sociológico, tuve mi primer contacto con los hábitos de alimentación de los nativos, tuve una primera impresión de una visión del mundo y de la enfermedad a través del incipiente contacto con la visión del Jaipaná, se me introdujo a la toxicología de las ranas. La selva, con la que hasta ahora tenía un contacto superficial, ya me presentaba una serie fascinante de aspectos ambientales, biológicos y culturales, que van desde la farmacología del viche y el pildé a las diferencias de tres particulares poblaciones: los libres, con su herencia africana que hasta ahora empezaba a vislumbrar, los cholos o indios, en su ancestral comunión con la selva, y los profesionales y técnicos de origen cultural occidental, que estábamos allí por razones de trabajo desde cada una de nuestras profesiones, tratando de comprender lo que la selva nos dejaba ver.
Al llegar al Centro de Salud, me encontré con una pequeña multitud, personas que al enterarse de la llegada de un médico a la población se apresuraron a solicitar consulta. Ya la monja/enfermera había establecido los turnos de atención, y pasé el resto del día atendiendo a estas personas, y encarándome con otra enfermedad – con la que estaba más familiarizado – cuyos síntomas repitieron una y otra vez los consultantes, con palabras que escucharía miles de veces: “Ay doctó! Vengo porque tengo una calentura, con oscurana y temblesía” síntomas claros de otro de los principales adversarios a los que enfrentaría en los meses subsiguientes: la malaria.
En mi camino al dormitorio, ya entrada la noche, llegó a mis oídos el rumor de una música dulce y cadenciosa que provenía de una de las casas cercanas. De nuevo me encontraba ante una faceta de ese mundo nuevo para mí, la música del pacífico profundo, que tomaba vida en los instrumentos propios: bombo, marimba de chonta, cununo y guasá. Otro de los aspectos sobre los que nació y creció mi amor por ese maravilloso rincón de Colombia.
GLOSARIO
Anden Pacífico: franja de tierra que se extiende entre el piedemonte de la Cordillera Occidental de los Andes hasta el Océano Pacífico en la región occidental de Colombia.
Estero: canal de poca profundidad, natural o artificial, que comunica las aguas de los ríos en la parte baja de los mismos, y que son utilizados como atajos para desplazarse entre uno y otro.
Tambo: tipo de vivienda habitual de los habitantes de las orillas de los ríos, su piso en madera rústica es una plataforma a una altura de al menos 1,5 metros del suelo, con techo de hojas de palma, a veces con una habitación en tablas de madera.
Toldillo envenenado: toldillo de tela liviana, tratado con insecticidas, usado para la prevención de la malaria, el dengue y otras enfermedades transmitidas por mosquitos.
Calle: entre los habitantes del andén pacífico, lugares donde el rio sigue una trayectoria recta, sin curvas ni meandros.
Potrillo: canoa pequeña, tallada de un solo tronco, para dos o tres personas. Si uno de los extremos no termina en punta, sino que está cortado, se la llama “mocho” o “mocha”
Canal: Remo usado para impulsar tanto potrillos como otras lanchas de mayor tamaño.
Obrar: Tener efecto (un medicamento), a veces se usa el verbo “oir” con el mismo sentido.
Proero o Probero: ayudante del motorista de una lancha a motor. Generalmente su puesto de trabajo es en la proa de la embarcación, y “prueba” con una pértiga si el agua tiene la profundidad suficiente para el paso de la lancha.
Guarapo: melaza de caña panelera fermentada.
Lactato de Ringer: Líquido para uso endovenoso, indicado para la rehidratación y recuperación del equilibrio hidroelectrolítico y la corrección de la acidosis metabólica.
Sacatín : Lugar donde se destilan bebidas alcohólicas clandestinamente.
Álvaro Tobón Trujillo
Médico