Créditos: Rodrigo Gonzales

Nueve de la mañana en Santa Marta, Colombia. Aeropuerto Simón Bolívar. La atmósfera y la humedad cambian de repente. Hace unas horas, estaba en la región de Antioquia, para un reportaje en las comunas de Medellín, y en este instante, estoy llegando a Santa Marta, ciudad por la que pasé en un autobús local hace un par de años. Esta ciudad colonial, cuya identidad está profundamente marcada por el mar Caribe y sus palmeras, fue la primera urbe edificada por los colonos españoles. Se encuentra en las faldas de la Sierra Nevada de Santa Marta, el macizo montañoso costero más alto del mundo, que cuenta con maravillas como las nieves perpetuas, una biosfera llena de especies endémicas clasificadas por la UNESCO, cuatro etnias indígenas: Arhuaco, Kogui, Wiwa y Kankuamos, descendientes directas de los Tayronas.

Mi inmersión en Seydukwa se hará con la ayuda y el asesoramiento de la agencia de etnoturismo Sierraventur Travel, administrada por una comunidad indígena y representada por Adrián, un indígena arhuaco imponente y carismático, tranquilo pero muy amable y acogedor. Conforme lo habíamos hablado, salimos esa misma noche él y yo rumbo a Palomino, en la Troncal del Caribe, en un autobús nocturno, pasando frente a la entrada del Parque Tayrona, Buritaca y la cercana y oportunamente llamada Ciudad Perdida.

Antes de emprender nuestro viaje, Adrián me recomendó con tono imperativo sacar plata en algún cajero automático de Santa Marta. Según me comenta, Palomino es un mundo diferente, como otra dimensión. Una tierra no-materialista muy preciada por los viajeros en busca de simplicidad: hamacas y playas llenas de palmeras, brisas agradables y neblinas misteriosas, hostales envueltos en agradables melodías, restaurantes y casitas humildes donde la gente se junta frente a ventiladores destartalados. En este lugar, la principal actividad de la gente es relajarse mirando las olas, disfrutar de la playa con un zumo de guanábana o una Club Colombia en mano. Llegamos a nuestro destino de noche. Adrián me invita a comer algo en un puesto callejero. Nos sentamos a comer en una de las mesitas instaladas en plena calle, y al terminar nuestra cena, nos dirigimos al campamento Tawasi donde colgamos nuestras hamacas para pasar la noche. Me acomodo en mi tela y en pocos segundos, me entrego a los brazos de Morfeo apenas cerrados los ojos.

Palomino, es una referencia entre los hippies, pero detrás de las hamacas y de las playitas idílicas, hay mucho más. Este pueblo es una de las puertas de la Sierra Nevada, así como una de las entradas al departamento colombiano de la Guajira, tierra de los indígenas wayuu. En este desierto caribeño se encuentra la famosa Punta Gallinas, el lugar más septentrional de América del Sur.

Historia de una excursión a las montañas sagradas en Colombia

Créditos: Rodrigo Gonzales

Seydukwa

Nos encontramos con Isaïyas, cabello negro, fino y muy largo, piel morena, cuerpo musculoso y sereno. Sonríe tímidamente pero su mirada es franca y sincera. El chico emana una gran serenidad. Tiene una férula en la muñeca que se había roto y curado con los conocimientos de su cultura indígena, de las plantas medicinales sobre todo. Se nota que todavía le duele, pero él no deja escapar ninguna queja. Isaïyas será nuestro guía en el camino a Seydukwa, proveedor de valiosas informaciones en torno a la Sierra y sus leyendas. Seydukwa es un pueblo arhuaco, construido a orillas del río Palomino. Se encuentra a más de dos horas a pie del pueblo de Palomino, adentrándose en el fabuloso ecosistema de la Sierra Nevada de Santa Marta. Y para quien quiera imaginarlo, es un Edén para los botanistas, etólogos, antropólogos o astrofísicos y sus alter-egos koguis.

En otros tiempos, ya había caminado yo por esta selva tropical y exuberante. Pero ¡qué alegría volver a sus cumbres y gozar de ellas con todos mis sentidos! Un escalofrío de felicidad recorre mi espina dorsal, probablemente incentivado por la sensación de completa harmonía que transmite este paisaje. Con sus mil tonos de verde ya se podría crear un pantone. Las piedras de la sierra se unen al mundo vegetal de la selva. La frontera entre el entorno acuático y el aire caliente del Caribe es armoniosa, transmitiendo una sensación de misterio y a su vez de bullicio y de vida. El último átomo, que viene a embellecer o a reequilibrar este maravilloso y fascinante mundo, lo resguardan cual tesoro los pueblos indígenas. Este último átomo, los llevan todos y cada uno, Isaïyas también lleva esta chispa en el fondo de su mirada, es el amor de la tierra madre.

Historia de una excursión a las montañas sagradas en Colombia

Créditos: Rodrigo Gonzales

Historia de una excursión a las montañas sagradas en Colombia

Créditos: Rodrigo Gonzales

Este amor universal nos lleva caminando por nubes de algodón con el paso cada vez más ligero por el camino, rumbo al río Palomino, barrera natural que hemos de cruzar para pasar de nuestro mundo al de ellos, a Seydukwa.

Tierras envueltas en un silencio maravilloso, lugar de vida del Mamo, jefe espiritual de la comunidad arhuaco, y de su familia. Nos adentramos literalmente en un universo paralelo. A la sombra de los árboles y de extraordinarias plantas suculentas, los hombres deambulan con orgullo, vestidos de telas blancas inmaculadas. Llevan colgada al hombro una mochila típica de su pueblo, tejida por las mujeres en estos mismos bancos donde algunos están sentados, ensimismados. Otros desempeñan su labor cotidiana. Casetas de madera y otros materiales provistos por la madre naturaleza, de donde salen conversaciones en un idioma que no consigo entender, con tonos de voz discretos y amigables. De una de las casetas en especial, la que sirve de refectorio y de cocina, donde las mujeres de la comunidad preparan la cena de la noche. Cenaremos a la luz de una única vela, alrededor de una gran mesa de madera maciza.

Historia de una excursión a las montañas sagradas en Colombia

Créditos: Rodrigo Gonzales

Algunos niños juegan entre las casas, por los caminitos, con cierta inocencia, creando el único revuelo, junto al canto característico que baja de los árboles del bosque. Las aguas y las rocas del río Palomino, más abajo, completan esta orquesta de la vida. De repente, mi mirada se queda clavada en una niña muy bonita, con su vestido, tranquila. Ella también me mira fijamente, sin inmutarse, con cara interrogante, tal vez desafiante… En ese instante, sé que la niña vivirá para siempre en mis recuerdos, con Basilio, otro amigo que conocí hace dos años en el camino a la ciudad perdida. Estos serán mis últimos pensamientos de hoy, y tumbado en mi hamaca colorida, vuelvo a los brazos de Morfeo.

Por la mañana empezamos con la difícil ascensión hasta un claro donde nos espera un banco de lo más rústico. Desde ese mirador, veo la emblemática bandera colombiana ondeando en el aire. Las nubes se abren como las cortinas de un teatro y, de repente… ¡ahí están! Aparecen en el horizonte, vestidos de blanco, tan lejos y tan cerca a la vez. Los indígenas me habían hablado de ellos en varias ocasiones, presentándolos como aquellos antepasados que siguen vivos, inmortales, que siempre tienen su lugar en las fotos de familia.

Desde las alturas, nos observan Kausankua, Maloka y Seyllankua a la izquierda. Najua, Yan y Chundua a la derecha. Las montañas sagradas que se levantan ante mí. Y cómo olvidarme de Mama Rongo, que representa lo más simple y maravilloso, “el corazón del mundo”.

Aquí estoy, en Seydukwa, frente a los picos de la Sierra Nevada de Santa Marta y sus nieves perpetuas.

Rodrigo Gonzales

Rodrigo Gonzales