Alumno y sucesor de grandes maestros como José Sabogal, Julia Codesido, Blas, Camino Brent y Apurimak, el artista peruano Manuel Zapata Orihuela es parte de una generación brillante, resultante de un efervescente periodo indigenista. Este resurgimiento artístico fue iniciado en los años 20 por José Sabogal quien rechazaba el academicismo clásico dominante. A lo largo de su carrera, su obra ha recibido diferentes reconocimientos, y en 2016 fue condecorado por el Senado francés por su notable contribución a las relaciones entre Francia y Perú.
Nació en Lima a orillas del océano Pacífico. Sin embargo, a los 2 años de edad se fue a vivir a la región de Huánuco en los Andes donde se empapó de sus grandiosos paisajes y de la sencillez de sus campesinos laboriosos. Luego, con su familia regresó a la capital donde se alojó en Chorrillos, cerca del mar. Este contraste entre horizontes tan distintos fue, sin duda, fuente de inspiración para su pintura, cuya vocación nació desde muy pequeño. El artista menciona que realizó sus primeras obras a los 5 años de edad. Comenzó solo y de manera autodidacta. A los 10 años, ya hacía copias.
Más tarde, en 1943, ingresó a la Escuela Nacional de Bellas Artes de Lima. Fue alumno de Quispe Asín y del belga Jacques Maes, quien le alentó a continuar sus obras. De inmediato, se adhirió a los ideales indígenas y compartió con ellos sus inquietudes esenciales: el gesto histórico de protesta, la emoción social y el sentimiento ferviente ante la naturaleza. Zapata fue maestro de la prometedora artista peruana de ascendencia japonesa Tilsa Tsuchiya. Su carácter templado y equilibrado le permitió tener muchos amigos con los que siguió relacionándose durante muchísimos años sin dejar de ser independiente y un libre pensador.
En 1967, viajó a Francia, luego se radicó en París durante más de cinco décadas sin que “el invisible cordón umbilical” que lo unía a su patria, se cortase, pese a la distancia y el tiempo. Sus referencias y las fuentes de su iconografía siempre fueron el horizonte geográfico y la condición humana en su país. Desconfiado con los estilos y las tendencias de moda, siguió su propio camino, nutriéndose de sus raíces y del espíritu inmutable de su tiempo porque decía: “Cada época tiene una sensibilidad y una vida interior que le son propias y cada grupo humano tiene su manera de expresarlas”.
Su preferencia por determinados temas evoca de manera muy expresiva la sencillez de las personas mediante símbolos ancestrales perpetuos. El mismo dice: “El tema de mis pinturas es el Perú, sus paisajes, sus mares. Yo no me siento indigenista. Siento que estoy muy cerca del ser humano de mi tierra”. Por eso, necesitaba revitalizarse, regresando por temporadas al Perú donde realiza exposiciones con sus amigos de la Escuela de Bellas Artes.
En su obra, sus óleos y grabados son de un matiz muy personal, entre el cubismo y el abstracto, siendo casi imposible encuadrarlo dentro de un estilo determinado ya que rompe cualquier molde o norma cuando se enfrenta ante uno de sus temas. Entonces el artista acomoda lo natural a su temperamento, se apropia de él, incluso le añade símbolos y aditamentos subjetivos, expresando así su honda vocación como pintor indigenista por un arte netamente peruano.
Este artista peruano, afincado en París, consigue en su obra emocionar con el color puro y sentimental, por el cual demuestra un gusto apasionado. Generalmente los aplica con la espátula en una capa gruesa. Es cuando quiere enfatizar más el símbolo, como en su cuadro “Mujer con sandía”, en el cual utiliza el pincel con un material muy diluido. Él juega con los colores amarillo y rojo de cadmio, azul a veces cerúleo y negro marfil del que saca mucho partido. Pero “con el tiempo, me pongo más simple, ya no tan descriptivo”, indicaba a sus 97 años.
Uno de sus talentos es el equilibrio que da a sus pinturas sin simetrías ni ritmos forzados y menos con añadidos superfluos con lo que el conjunto resulta siempre proporcionado. Siempre le han atraído las técnicas antiguas pero aportando algo de uno mismo, la creatividad, es decir, reinventarse y fluir produciendo.
A él le preocupaba la contaminación, la deshumanización. A pesar de ello, no se hundió en la melancolía y mantuvo una mentalidad positiva como a veces lo expresaba con mucho entusiasmo y energía: “Es preciso criticar y denunciar a la sociedad: no se debe callar. Todo este caos es un indicador de la decadencia que estamos pasando, sin embargo eso cambiará, soy optimista”. Al hablar de la muerte, decía: “No creo que aquí sea el fin. Creo en los mundos paralelos, no en una continuación, sino en un mundo invisible en el cual pueda seguir pintando, en otra realidad, mis recuerdos del Perú”.