Aurora Bernárdez y Julio Cortazár en París, agosto de 1953.

Estoy releyendo Rayuela por la catorceava vez – quiero decir que, por la catorceava vez, he recomenzado a leerla cogiendo una página al azar, sabiendo, una vez más, que no la terminaré, que me acompañará por una semana o dos en el metro y los cafés y los parques a los cuales tengo el hábito de ir, que antes de dormir leeré algunas páginas sobre mi cama mientras me fumo un cigarrillo, y que finalmente, tarde o temprano, terminará por retornar al estante del que la retiré sin que mis ojos hayan recorrido todas sus páginas, como si aquello fuera su destino fatal y eterno.

Quizás, es así como Cortázar quería que uno leyera este libro: volviendo infatigablemente, sin terminarlo jamás. Sé, en todo caso, que no soy el único que lo lee de esta manera. Somos numerosos los que no hemos terminado jamás la lectura y volvemos a ella recurrentemente, como uno vuelve a una ciudad que ya conoce bien, pero de la que estamos lejos de haber recorrido todas las calles – una ciudad misteriosa y crepuscular.

Borges escribe que un libro que obliga esfuerzo para su lectura no puede ser calificado enteramente de exitoso, y es la razón por la que él juzga el Ulysses de Joyce, aquel otro libro rara vez terminado, “ilegible”[1]. Desde este punto de vista, como dos de sus principales modelos, Ulysses y Adán Buenosayres, Rayuela no es efectivamente un libro exitoso. Lleno de pasajes laboriosos, de teorías oscuras, de conversaciones pedantes, Rayuela no se lee fácilmente[2]. Pero esto no lo hace un libro fallido tampoco. Dicho sea de paso, si él fuera efectivamente un libro fallido, no volveríamos a él. Lo dejaríamos sobre el estante, en su apacible sueño, sueño de libro, o lo ofreceríamos a un amigo con el pretexto de haberlo terminado hace poco. Aquella es, sin duda, la proeza de Rayuela: a pesar de sus imperfecciones, ella continúa ejerciendo un encanto poderoso ­– un encanto que uno podría comparar a la mirada verde de un animal salvaje o a las ruinas de una ciudad engullida.

Este encanto no viene de la intriga (Rayuela, lo hemos dicho, no es fácil de leer); él no viene tampoco, esencialmente, de la lengua. Este encanto emana, nos parece, de dos cosas que no son, quizás, más que una: del ambiente del libro ­­ este París mítico de los años 50 que le sirve de telón de fondo, hace de Renault Dauphine, de Gauloises azules y de gente joven vestidos con cuello alto – y, no de los personajes, sino de su modo, de su estilo de vida poético y afiebrado.

Leer “Rayuela ” : una experiencia singular.

Wikimedia Commons / Mu — Travail personnel, CC BY-SA 3.0.

Estaríamos equivocados en creer que las novelas no son que olvido y negación de lo real. Las películas, las novelas pueden ser otra cosa que puros objetos estéticos; algunas veces también, ellas pueden ser manuales que aprenden a vivir, o por lo menos proponen estilos de vida, maneras de ser en el mundo[III].

Pero, cuando leemos Rayuela, no podemos no quedar seducidos por el estilo de vida de Oliveira, de la Maga y del resto de su banda. Querríamos que nuestras vidas fueran como las de ellos: llenas de gente maravillosa, de jazz, de poesía, de amor y de belleza. Nosotros también desearíamos vivir como uno baila el tango o como uno toca la guitarra eléctrica.

Estos personajes, quienes ellos mismos están en una búsqueda de sentido, de la llave que les abrirá al fin las puertas de la vida verdadera y auténtica, parecen, sin embargo, más próximos del último recuadro de la rayuela que nosotros. Esto es, sin duda, porque no cesamos de volver a este libro, este libro-laberinto que es Rayuela : con la esperanza más o menos asumida de robarles a los personajes un poco de su secreto, de su arte de vivir.

 He aquí un fragmento de Rayuela : Es así que ellos comenzaron a deambular en un París fabuloso, dejándose conducir por los signos de la noche, introduciéndose por itinerarios nacidos de la frase de un vagabundo, de una buhardilla iluminada al final de una calle negra, deteniéndose en las pequeñas plazas confidenciales para besarse sobre los bancos o ver las rayuelas, ritos infantiles de piedra y de salto de pata coja para entrar en el cielo” (Julio Cortázar, Rayuela).

[I] J-L Borges, Conférences, Folio, 1989, p. 141..

[II] El mismo Cortázar, en una carta del 17 de diciembre de 1958, escribía a Jean Barnabé: “He terminado una larga novela que se llama Los premios, y espero que usted la lea un día. Quiero escribir otra, más ambiciosa, que será, me lo temo, bastante ilegible” (Julio Cortazár, Nouvelles, histoires et autres contes, Gallimard, 2008, p. 1371.)

[III] En Mamá y la puta, a Veronika, que se divierte con su forma de “hacer la cama”, Alexander le responde :  “Lo vi hacer en una película. Para eso están las películas, para aprender a vivir, para aprender a hacer la cama.”

Nicolas Almanza

Nicolas Almanza

Autor

Traducido por Dante Wong